TABACO ARDEDOR

Atardece y aún llueve sobre el valle. El agua cae pertinaz penetrando cada poro de la piel caliza de los mogotes y cala la tierra rojiblanca hasta convertirla en una pastosa masa que se aferra las botas de Emeterio haciendo lento y torpe su andar.

Hilillos de lluvia se filtran a través del sombrero de Emeterio y van humedeciendo de a poco el tabaco que recorre de un lado a otro por la boca del hombre.

—Adéntrese, hombre y déjese el fango pa` después…

Desde el portal de su casa, Atanasio conmina a Emeterio a que entre, compadre, que estas aguas de frio son traicioneras para la salud.

—! ¡Vaya tiempo lloroso este! Tanta agua nos ablanda hasta el alma.

Emeterio entra y saluda a los presentes; Atanasio, su dos hijo y Ambrosio Corrales quién también se refugiaba de la lluvia en casa de su amigo. Los hombres fuman y miran la lluvia agrisando al valle.

—Está usted empapado del todo, Emeterio, pero veo que su sorullo arde un primor. —dice Atanasio.

—Un tabaco que se precie de serlo y fumador que se lo lleve a la boca, tiene que arder a como sea. —Emeterio toma al tabaco entre sus dedos y lo contempla extasiado. —Desde esta madruga está ardiendo. Apenas aclaro el día y junto al primer buche de café, le metí candela y aquí está todavía. A pesar de to, lo que el pobre ha tenio que pasar con este tiempo.

Atanasio tose como atragantado por el humo. Anselmo, el hijo mayor de Atanasio, se mueve inquieto en su taburete. El hijo menor pide disculpa que tengo que ir al baño a dar del cuerpo, que este llover me sienta mal. Ambrosio pasea su mirada por los dos hombres que quedan en el portal, pero no encuentra correspondencia a sus ojos. El silencio casi se toca con la mano, solo se siente el caer fino de la llovizna sobre el guano del techo.

Emeterio se rasga fuerte la garganta y centra su mirada en Ambrosio.

— ¿Decía usted, Ambrosio?

Ambrosio se siente taladrado por aquella mirada exigente de alguna palabra. Chupa duro de su tabaco y exhala despacio el humo que aprisiona en la boca mientras piensa que decir, que comentar sin que ofenda a Emeterio.

—Pues mire usted, Emeterio, ahora que lo veo y lo vivo, que sí, el tabaco suyo es, sin duda cristiana alguna, lo mejor de este valle y de cuanta tierra he conocido.

—Pues me satisface, Ambrosio, que sepa usted reconocer. Y para que sepa más de la verdad de mi tabaco; este es un sorullo de mierda. La semana pasada nos adentramos tres días enteritos en el monte para reajuntar unos cochinitos para la venta de fin de año, y le digo que solo gasté un solo fosforo en el tabaco que me acompañó esos días, el fosforo de encenderlo. Lo encendí al aclarar del lunes y al atardecer del jueves, ya de regreso, lo dejé a orillas del fogón para que se gastara solito él. Tres días enteritos, con todo, con sus mañanas, sus tardes, sus noches, con sus sudores y sus lluvias, estuvo ardiendo aquel sorullo.

La lluvia continúa cayendo junto con las sombras de la noche. En el valle se respira un silencio húmedo; en el portal de casa de Atanasio, el silencio era de humo y miradas que se evadían.

Relato inspirado en la tradición oral local de Viñales

Recopilación del Proyecto Sociocultural Comunitario Ventana al Valle

Eduardo Abela, Guajiros, 1938

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