La casa me perdona por las tardes
que no le anduve el suelo sin zapatos,
las goteras del techo, los retratos
empolvados, las arañas, los cobardes.
La casa me tolera los descuidos,
me sirve algún café, me guiña un ojo
y me mantiene al margen del despojo
que reserva la calle a mis oídos.
La Casa sabe que adolezco ausencias
y me apura algún libro, un par de botas…
Ya puede adivinar mis exigencias
desnuda, a la merced de mis derrotas
y hasta puedo escuchar sus condolencias
cuando regreso con las alas rotas.